Era un hombre querido por todos.

Vivía en un pueblo en el interior de la India, había enviudado y tenía un hijo. Poseía un caballo, y un día, al despertarse por la mañana y acudir al establo para dar de comer al animal, comprobó que se había escapado. La noticia corrió por el pueblo y vinieron a verlo los vecinos para decirle:

–¡Qué mala suerte has tenido!

Para un caballo que poseías y se ha marchado.

–Sí, sí, así es; se ha marchado -dijo el hombre.

Transcurrieron unos días, y una soleada mañana, cuando el hombre salía de su casa, se encontró con que en la puerta no sólo estaba su caballo, sino que había traído otro con él. Vinieron a verlo los vecinos y le dijeron:

–¡Qué buena suerte la tuya! No sólo has recuperado tu caballo, sino que ahora tienes dos.

–Sí, sí, así es -dijo el hombre.

Al disponer de dos caballos, ahora podía salir a montar con su hijo. A menudo padre e hijo galopaban uno junto al otro. Pero he aquí que un día el hijo se cayó del caballo y se fracturó una pierna. Cuando los vecinos vinieron a ver al hombre, comentaron:

–¡Qué mala suerte, verdadera mala suerte! Si no hubiera venido ese segundo caballo, tu hijo estaría bien.

–Sí, sí, así es -dijo el hombre tranquilamente.

Pasaron un par de semanas. Estalló la guerra. Todos los jóvenes del pueblo fueron movilizados, menos el muchacho que tenía la pierna fracturada. Los vecinos vinieron a visitar al hombre, y exclamaron:

–¡Qué buena suerte la tuya! Tu hijo se ha librado de la guerra.

–Sí, sí, así es -repuso serenamente el hombre ecuánime.

*El Maestro dice: Para el que sabe ver el curso de la existencia fenoménica, no hay mayor bien que la firmeza de la mente y de ánimo.