Caperucita Roja

Caperucita Roja

Había una vez una niña muy bonita. Su madre le había hecho una capa roja y la muchachita la llevaba tan a menudo que todo el mundo la llamaba Caperucita Roja.

Un día, su madre le pidió que llevase unos pasteles a su abuela que vivía al otro lado del bosque, recomendándole que no se entretuviese por el camino, pues cruzar el bosque era muy peligroso, ya que siempre andaba acechando por allí el lobo.

Caperucita Roja recogió la cesta con los pasteles y se puso en camino. La niña tenía que atravesar el bosque para llegar a casa de la Abuelita, pero no le daba miedo porque allí siempre se encontraba con muchos amigos: los pájaros, las ardillas…

De repente vio al lobo, que era enorme, delante de ella.

– ¿A dónde vas, niña?- le preguntó el lobo con su voz ronca.

– A casa de mi Abuelita- le dijo Caperucita.

– No está lejos- pensó el lobo para sí, dándose media vuelta.

Caperucita puso su cesta en la hierba y se entretuvo cogiendo flores: – El lobo se ha ido -pensó-, no tengo nada que temer. La abuela se pondrá muy contenta cuando le lleve un hermoso ramo de flores además de los pasteles.

Mientras tanto, el lobo se fue a casa de la Abuelita, llamó suavemente a la puerta y la anciana le abrió pensando que era Caperucita. Un cazador que pasaba por allí había observado la llegada del lobo.

El lobo devoró a la Abuelita y se puso el gorro rosa de la desdichada, se metió en la cama y cerró los ojos. No tuvo que esperar mucho, pues Caperucita Roja llegó enseguida, toda contenta.

La niña se acercó a la cama y vio que su abuela estaba muy cambiada.

 

– Abuelita, abuelita, ¡qué ojos más grandes tienes!

– Son para verte mejor- dijo el lobo tratando de imitar la voz de la abuela.

– Abuelita, abuelita, ¡qué orejas más grandes tienes!

– Son para oírte mejor- siguió diciendo el lobo.

– Abuelita, abuelita, ¡qué dientes más grandes tienes!

– Son para…¡comerte mejoooor!- y diciendo esto, el lobo malvado se abalanzó sobre la niñita y la devoró, lo mismo que había hecho con la abuelita.

Mientras tanto, el cazador se había quedado preocupado y creyendo adivinar las malas intenciones del lobo, decidió echar un vistazo a ver si todo iba bien en la casa de la Abuelita. Pidió ayuda a un segador y los dos juntos llegaron al lugar. Vieron la puerta de la casa abierta y al lobo tumbado en la cama, dormido de tan harto que estaba.

El cazador sacó su cuchillo y rajó el vientre del lobo. La Abuelita y Caperucita estaban allí, ¡vivas!.

Para castigar al lobo malo, el cazador le llenó el vientre de piedras y luego lo volvió a cerrar. Cuando el lobo despertó de su pesado sueño, sintió muchísima sed y se dirigió a un estanque próximo para beber. Como las piedras pesaban mucho, cayó en el estanque de cabeza y se ahogó.

En cuanto a Caperucita y su abuela, no sufrieron más que un gran susto, pero Caperucita Roja había aprendido la lección. Prometió a su Abuelita no hablar con ningún desconocido que se encontrara en el camino. De ahora en adelante, seguiría las juiciosas recomendaciones de su Abuelita y de su Mamá.

El flautista de Hamelín

El flautista de Hamelín

Hace mucho tiempo, en un pueblecito llamado Hamelín, sucedió algo muy extraño. Un día, todas las calles fueron invadidas por miles de ratones que merodeaban por todas partes, arrasando con todo el grano que había en los graneros y con toda la comida de sus habitantes.

Nadie acertaba a comprender el motivo de la invasión y, por más que intentaban ahuyentar a los ratones, parecía que  lo único que conseguían era que acudiesen más y más ratones.

Ante la gravedad de la situación, los prohombres de la ciudad, que veían peligrar sus riquezas por la voracidad de los ratones, convocaron al Consejo y dijeron:

-”Daremos cien monedas de oro a quien nos libre de los ratones”.

Pronto se presentó joven flautista a quien nadie había visto antes y les dijo:

-”La recompensa será mía. Esta noche no quedará ni un sólo ratón en Hamelín”.

El joven cogió su flauta y empezó a pasear por las calles de Hamelín haciendo sonar una hermosa melodía que parecía encantar a los ratones. Poco a poco, todos los ratones empezaron a salir de sus escondrijos y a seguirle mientras el flautista continuaba tocando, incansable, su flauta. Caminando, caminando, el flautista se alejó de la ciudad hasta llegar a un río, donde todos los ratones subieron a una balsa que se perdió en la distancia.

Los hamelineses, al ver las calles de Hamelín libres de ratones, respiraron aliviados. ¡Por fin estaban tranquilos y podían volver a sus negocios! Estaban tan contentos que organizaron una fiesta olvidando que había sido el joven flautista quien les había conseguido alejar los ratones. A la mañana siguiente, el joven volvió a Hamelín para recibir la recompensa que habían prometido para quien les librara de los ratones.

Pero los prohombres, que eran muy codiciosos y solamente pensaban en sus propios bienes, no quisieron cumplir con su promesa:

– “¡Vete de nuestro pueblo! ¿Crees que te debemos pagar algo cuando lo único que has hecho ha sido tocar la flauta? ¡Nosotros no te debemos nada!”

El joven flautista se enojó mucho a causa de la avaricia y la ingratitud de aquellas personas y prometió que se vengaría. Entonces, cogió la flauta con la que había hechizado a los ratones y empezó a tocar una melodía muy dulce. Pero esta vez no fueron los ratones los que siguieron insistentemente al flautista sino todos y cada uno de los niños del pueblo. Cogidos de la mano, sonriendo y sin hacer caso de los ruegos de sus padres, siguieron al joven hasta las montañas, donde el flautista les encerró en una cueva desconocida.

Hamelín se convirtió en un pueblo triste, sin las risas y la alegría de los niños; hasta las flores, que siempre tenían unos colores espléndidos, quedaron pálidas de tanta tristeza.

Pasados unos meses, los prohombres de Hamelín, junto al resto de habitantes del pueblo, buscaron al flautista para pagarle las cien monedas de oro y pedirle perdón y que por favor les devolviese a sus niños.

A partir de aquél día, los habitantes de Hamelín dejaron de ser tan avaros y cumplieron siempre con sus promesas.

La cenicienta

La cenicienta

Érase una vez un gentil hombre que se casó, en su segundo matrimonio, con una mujer muy orgullosa. Esta tenía dos hijas que habían heredado su carácter y que se le parecían en todas las cosas. Por su parte, el marido aportó al nuevo matrimonio una hija, muy dulce y bondadosa, Cenicienta.

Las tres envidiaban mucho a Cenicienta y le obligaban a trabajar para ellas, limpia los suelos, recoge los cacharros, limpia las habitaciones. La pobre niña lo sufría todo con paciencia y no osaba quejarse a su padre que la habría regañado porque aquella esposa le dominaba por entero.

Cuando la jovencita había realizado todas sus tareas, se iba a un rincón de la chimenea sentándose sobre las cenizas, lo cual hacía que la denominasen comúnmente con el mote de Carbonilla. La hermanastra pequeña, que no era tan mala como la mayor, la llamaba Cenicienta, pero Cenicienta, con sus ropas viejas no dejaba de ser cien veces más bella que sus hermanastras.

Y sucedió que el hijo del rey dio un baile e invitó a todas las personas de calidad, siendo nuestras dos señoritas también invitadas, pues ellas pertenecían a las familias importantes del país, a Cenicienta no le permitieron ir, y ella tuvo que confeccionar los trajes para sus hermanastras.

Cuando terminó sus tareas, Cenicienta se fue a su cuarto y comenzó a llorar pero de pronto, se presentó su hada madrina y le dijo… Eres muy buena chica y tú irás al baile.

Ella la llevó a su habitación, y le dijo.

-Ve al jardín y tráeme una calabaza, Cenicienta se la entregó y entonces la tocó con su varita y la calabaza se transformó en una bella carroza dorada.

El hada convirtió a sus ratoncitos en los caballos y chófer del carruaje. Cenicienta estaba muy contenta pero le dijo a su hada que no podía ir con esos ropajes. Su madrina no hizo sino que tocar con la varita mágica las pobres ropas, y en ese mismo momento se transformaron en un traje de tejido de oro y de plata todo recamado de pedrería, también el hada le dio un par de zapatitos de cristal, los más hermosos del mundo.

– Una cosa debes tener presente- le dijo el hada- No puedes volver después de la medianoche, o todo el hechizo se romperá. Cenicienta partió hacia el baile muy contenta.

En la fiesta, el príncipe sólo tenía ojos para ella. Bailaron juntos toda la noche. Los asistentes, incluido el rey, estaban de acuerdo en que formaban una buena pareja. Todo el mundo se preguntaba quién sería aquella joven, ya que ni siquiera sus hermanastras pudieron reconocerla.

Cenicienta estaba tan feliz, que sólo se acordó de la advertencia de su hada madrina al oír la primera campanada del reloj, que anunciaba la medianoche. Salió del palacio tan deprisa que perdió un zapato de cristal.

Como lo único que le quedaba al príncipe de ella era el zapato de cristal, anunció que se casaría con la persona a quien perteneciera el zapatito. Recorrió el reino probándoselo a todas las damas, pero nadie tenía loas pies tan fino como Cenicienta.

Por fin la prueba llegó a la casa de las hermanastras, que hicieron todo lo posible para hacer entrar su pie dentro del zapatito, pero no pudieron lograrlo. Cenicienta que las miraba, y que reconoció su zapato, dijo sonriendo:

-¡Creo que yo puedo calzármelo!

Sus hermanastras se pusieron a reír y se burlaron de ella. La sorpresa de las hermanastras fue muy grande, pero más grande fue todavía cuando Cenicienta sacó de su bolsillo el otro zapatito que se calzó.

El príncipe y ella joven Cenicienta estaban muy felices de haberse vuelto a encontrar y prometieron que no se separarían jamás.

Peter Pan

Peter Pan

Érase una vez 3 niños llamados Wendy, Michael y John eran tres hermanos que vivían en las afueras de Londres. Wendy, la mayor, había contagiado a sus hermanitos su admiración por Peter Pan.

Todas las noches les contaba a sus hermanos las aventuras de Peter. Una noche, cuando ya casi dormían, vieron una lucecita moverse por la habitación.

Era Campanilla, el hada que acompaña siempre a Peter Pan, y el mismísimo Peter. Éste les propuso viajar con él y con Campanilla al País de Nunca Jamás, donde vivían los Niños Perdidos… – Campanilla os ayudará. Basta con que os eche un poco de polvo mágico para que podáis volar.

Cuando ya se encontraban cerca del País de Nunca Jamás, Peter les señaló: – Es el barco del Capitán Garfio. Tened mucho cuidado con él. Hace tiempo un cocodrilo le devoró la mano y se tragó hasta el reloj. ¡Qué nervioso se pone ahora Garfio cuando oye un tic-tac!

Campanilla se sintió celosa de las atenciones que su amigo tenía para con Wendy, así que, adelantándose, les dijo a los Niños Perdidos que debían disparar una flecha a un gran pájaro que se acercaba con Peter Pan. La pobre Wendy cayó al suelo, pero, por fortuna, la flecha no había penetrado en su cuerpo y enseguida se recuperó del golpe. Wendy cuidaba de todos aquellos niños sin madre y, también, claro está de sus hermanitos y del propio Peter Pan.

Procuraban no tropezarse con los terribles piratas, pero éstos, que ya habían tenido noticias de su llegada al País de Nunca Jamás, organizaron una emboscada y se llevaron prisioneros a Wendy, a Michael y a John. Para que Peter no pudiera rescatarles, el Capitán Garfio decidió envenenarle, contando para ello con la ayuda de Campanilla, quien deseaba vengarse del cariño que Peter sentía hacia Wendy. Garfio aprovechó el momento en que Peter se había dormido para verter en su vaso unas gotas de un poderosísimo veneno.

Cuando Peter Pan se despertó y se disponía a beber el agua, Campanilla, arrepentida de lo que había hecho, se lanzó contra el vaso, aunque no pudo evitar que la salpicaran unas cuantas gotas del veneno, una cantidad suficiente para matar a un ser tan diminuto como ella. Una sola cosa podía salvarla: que todos los niños creyeran en las hadas y en el poder de la fantasía. Y así es como, gracias a los niños, Campanilla se salvó. Mientras tanto, nuestros amiguitos seguían en poder de los piratas.

Ya estaban a punto de ser lanzados por la borda con los brazos atados a la espalda. Parecía que nada podía salvarles, cuando de repente, oyeron una voz: – ¡Eh, Capitán Garfio, eres un cobarde! ¡A ver si te atreves conmigo! Era Peter Pan que, alertado por Campanilla, había llegado justo a tiempo de evitarles a sus amigos una muerte cierta. Comenzaron a luchar.

De pronto, un tic-tac muy conocido por Garfio hizo que éste se estremeciera de horror. El cocodrilo estaba allí y, del susto, el Capitán Garfio dio un traspié y cayó al mar. Es muy posible que todavía hoy, si viajáis por el mar, podáis ver al Capitán Garfio nadando desesperadamente, perseguido por el infatigable cocodrilo.

El resto de los piratas no tardó en seguir el camino de su capitán y todos acabaron dándose un saludable baño de agua salada entre las risas de Peter Pan y de los demás niños. Ya era hora de volver al hogar. Peter intentó convencer a sus amigos para que se quedaran con él en el País de Nunca Jamás, pero los tres niños echaban de menos a sus padres y deseaban volver, así que Peter les llevó de nuevo a su casa. – ¡Quédate con nosotros! -pidieron los niños. – ¡Volved conmigo a mi país! -les rogó Peter Pan-.

No os hagáis mayores nunca. Aunque crezcáis, no perdáis nunca vuestra fantasía ni vuestra imaginación. De ese modo seguiremos siempre juntos. – ¡Prometido! -gritaron los tres niños mientras agitaban sus manos diciendo adiós.

El Patito Feo

El Patito Feo

Como en cada verano, a la Señora Pata le dio por empollar y todas sus amigas del corral estaban deseosas de ver a sus patitos, que siempre eran los más guapos de todos.

Llego el día en que los patitos comenzaron a abrir los huevos poco a poco y todos se juntaron ante el nido para verles por primera vez.

Uno a uno fueron saliendo hasta seis preciosos patitos, cada uno acompañado por los gritos de alegría de la Señora Pata y de sus amigas. Tan contentas estaban que tardaron un poco en darse cuenta de que un huevo, el mas grande de los siete, aun no se había abierto.

Todos concentraron su atención en el huevo que permanecía intacto, también los patitos recién nacidos, esperando ver algún signo de movimiento.

Al poco, el huevo comenzó a romperse y de el salio un sonriente patito, mas grande que sus hermanos, pero ¡oh, sorpresa!, muchísimo mas feo y desgarbado que los otros seis…

La Señora Pata se moría de vergüenza por haber tenido un patito tan feo y le aparto de ella con el ala mientras prestaba atención a los otros seis.

El patito se quedo tristísimo porque se empezó a dar cuenta de que allí no le querían…

Pasaron los días y su aspecto no mejoraba , al contrario , empeoraba , pues crecía muy rápido y era flaco y desgarbado, además de bastante torpe el pobre..

Sus hermanos le jugaban pesadas bromas y se reían constantemente de el llamándole feo y torpe.

El patito decidió que debía buscar un lugar donde pudiese encontrar amigos que de verdad le quisieran a pesar de su desastroso aspecto y una mañana muy temprano, antes de que se levantase el granjero, huyo por un agujero del cercado.

Así llego a otra granja, donde una anciana le recogió y el patito feo creyó que había encontrado un sitio donde por fin le querrían y cuidarían, pero se equivoco también, porque la vieja era mala y solo quería que el pobre patito le sirviera de primer plato. Y también se fue de aquí corriendo.

Llego el invierno y el patito feo casi se muere de hambre pues tuvo que buscar comida entre el hielo y la nieve y tuvo que huir de cazadores que querían dispararle.

Al fin llego la primavera y el patito pasó por un estanque donde encontró las aves más bellas que jamás había visto hasta entonces. Eran elegantes, gráciles y se movían con tanta distinción que se sintió totalmente acomplejado porque el era muy torpe. De todas formas, como no tenía nada que perder se acerco a ellas y les pregunto si podía bañarse también.

Los cisnes, pues eran cisnes las aves que el patito vio en el estanque, le respondieron:

– ¡Claro que si, eres uno de los nuestros!

A lo que el patito respondió:

-¡No os burléis de mi!. Ya se que soy feo y flaco, pero no deberíais reír por eso…

– Mira tu reflejo en el estanque -le dijeron ellos- y veras como no te mentimos.

El patito se introdujo incrédulo en el agua transparente y lo que vio le dejo maravillado.

¡Durante el largo invierno se había transformado en un precioso cisne!. Aquel patito feo y desgarbado era ahora el cisne mas blanco y elegante de todos cuantos había en el estanque.

Así fue como el patito feo se unió a los suyos y vivió feliz para siempre.